…Imagina que fueran 7.000
Continuamos la historia de nuestro viaje a Filipinas, en el Aeropuerto Francisco B. Reyes de Busuanga una de las islas más grandes del archipiélago, al norte de Palawan.
Tomamos tierra en un aeródromo de un valle perdido en la selva. Tras pocos segundos después del aterrizaje se abrió el lateral de nuestra avioneta de hélices desnudas y salimos al exterior.
Caminamos sobre la pista hasta la salida. No había cintas transportadoras para recoger las maletas, ni grandes paneles con las horas de los vuelos, ni tiendas ‘duty free’… Era el único trayecto previsto esa hora del día. Apareció para recogernos una furgoneta llena de nativos donde no cabía un alma. Nos sentamos al lado de un chico joven con su hija y nos recibieron con indiferencia. Rumbo a Corón. Aún quedaban horas de luz que aprovechar.
Los lugareños nos hablaban de una colina que presidía la zona, uno de los mejores miradores de Filipinas. Decían que las islas se rendían a tus pies bajo un atardecer dorado, escarlata y púrpura, la caída plácida y dulce del día dejaba paso a un mar pintado de azul marino casi negro, con el único punto de luz de la luna como faro de Alejandría desvaneciéndose entre las olas.
Ya en la plaza, nos subimos a un tuc tuc tuneado con dibujos de los Power Rangers y con música occidental de los 90 a todo volumen. El conductor, amante confeso del Manga y del pop estadounidense, nos dejó a los pies del monte Tapyas con la promesa de esperarnos hasta nuestra bajada. 718 escalones nos separaban de una de esas vistas privilegiadas que tienes muy pocas ocasiones de contemplar. En nuestros primeros pasos nos encontramos con cuatro niñas que nos persiguieron sonriendo sin parar. Margarita, María y dos nombres más que no conseguí retener.
En Filipinas es común encontrar a gente con nombres españoles que no saben hablar nuestro idioma. Era día libre en la escuela y casualidad, nos contaron que en el colegio esa semana les enseñaron dónde estaba Europa y recordaban también lo que habían aprendido de nuestro país. Éramos los primeros españoles que conocían y nos acompañaron hasta la cima. Compartimos con ellas la fruta que nos quedaba en la mochila y el chocolate que guardábamos para mantener las energías.
La cuesta cada vez se hacía más inclinada y los escalones parecían engrandecerse. Avistamos bajo una gran cruz blanca las letras de C-O-R-O-N al estilo H-O-L-L-Y-W-O-O-D, ya estábamos muy cerca.
Tras cuarenta minutos subiendo por la ladera de la colina, hablando y bromeando con nuestras risueñas y pequeñas amigas, llegamos al final del recorrido.
Extasiados y secándonos el sudor de la frente, nos encontramos ante un balcón excepcional hacia los islotes que componían el cinturón de Corón, flotando alrededor de un colorido puerto rebosante de vida.
De nuevo dirección al pueblo. La bajada fue mucho más llevadera que la subida. Nos despedimos y volvimos a lomos de nuestro tuc tuc, que como prometió, ahí estaba esperándonos. Próxima parada, Maniquit Hot Springs. Una cita obligada para todo viajero que acude a la zona. Piscinas naturales iluminadas de forma tenue con luces que parecían luciérnagas suspendidas entre las ramas de los árboles, burbujeante agua termal que nos sentó como el mejor masaje a nuestros músculos magullados, y fue una gran alivio a nuestra piel enrojecida por el sol. Uno de los anocheceres más placenteros que se pueden disfrutar.
Cuando el reloj marcaba las 6 de la mañana las casas ya estaban pintadas de luz, el mar destellante en cada ola y la vida en el embarcadero en marcha.
Nos subimos a un trimarán que parecía sacado de Piratas del Caribe, con ropa que aparentaba tener décadas tendida en la cubierta y pasajeros que sólo hablaban el dialecto de la zona mezclados con algún osado turista.
Tras aproximadamente una hora navegando sobre un mar en calma, apacible y un sol madrugador que iluminaba hasta más allá de donde nos daba la vista, fondeamos la embarcación. Paramos en un una ínsula diminuta, con la arena de la playa blanca y tan brillante como azúcar y el agua tan cristalina que se podían ver centenares de peces a varios metros de profundidad sin sumergirse. Tubo, gafas y… ¡chafún! Buceamos ensimismados entre tanta vida submarina que era inabarcable con la mirada, de todos los colores y tamaños.
Volvimos al barco y pusimos rumbo a una muralla enorme que nacía tras el horizonte, hecha de arboleda y roca. De vegetación tropical y musgo.
Una gran montaña de una decena de tonalidades de verde, una barrera natural plagada de palmeras que nacían en horizontal, monos que se dejaban caer entre las ramas y miraban desafiantes, recelosos de dejarnos descubrir su playa secreta.
Cuando parecía que el muro de roca y hierba terminaba en el mar, encontramos una costa que no salía en ningún mapa. Era de esos lugares que te hacen sentir único cuando sabes que muy poca gente ha podido acariciar con su mirada, y sólo algunas cabañas de madera rompían una vista completamente virgen.
Tras tantos kilómetros a nuestras espaldas y una mañana agotadora, nuestras tripas empezaron a rugir. Nos preparamos para darnos un banquete en un restaurante sin cubiertos, una silla hecha de bambú y a primera línea de la orilla turquesa del océano Pacífico. ¿Te gusta el marisco? Prepárate para cerrar los ojos, era el momento de dejar disfrutar a tu paladar.
Filipinas es una fuente inagotable de fotografías radiantes para usar de wallpaper en tu escritorio. Una mina de paisajes tan salvajemente espectaculares que cuesta creer que son reales cuando vuelves a tu hogar y repasas tu viaje.
El siguiente paso era la postal más famosa de Corón, el Kayangan Lake.
Un lago que parecía decorado, un color de mar aguamarina sacado del más bello de los sueños, una montaña retorcida protegía el tesoro al que sólo podían acceder los más valientes. Una vista de pájaro de un monumento de la naturaleza:

Todavía quedaba una de las misiones más apasionantes por cumplir y la habíamos dejado para el final, bucear entre los barcos japoneses hundidos de la II Guerra Mundial. Para eso me había sacado el Advance Adventurer SSI y cuarenta metros de profundidad no iban a ser límite para disfrutar al 100% del viaje. Grandes mastodontes de acero roto y coral uniformado durmiendo profundamente en el suelo del océano. Nos esperaban pequeños pasillos donde teníamos que ir de lado y utilizando las manos para avanzar. No había visibilidad, necesitábamos linternas y extremamos la precaución. Cuidado con la cabeza. Cuidado con las puertas y las aristas cortantes. Era un paraje sobrecogedor, pero peligroso y demasiado profundo como para cometer errores. Escogimos tres inmersiones entre el cementerio de naves hundidas, los barcos Olympia Maru, Kogyo Maru y Tangat-Wreck.



Cuando zarpamos nos dirigimos al primer pecio. Llegamos a la bolla que indicaba dónde estaba localizado. No había más barcos de buceadores que fueran a hacer la misma inmersión. Íbamos a estar solos.

Nuestro guía era un hombre de mediana edad, delgado, con la piel magullada, cabeza rapada y mirada serena. Poco hablador, sólo utilizaba los signos para comunicarse con nosotros, lo mismo que hizo debajo del mar. Él no necesitaba mono, ni sofisticado material. Con un bañador y una botella nos enseñó que bucear puede ser muy sencillo si lo llevas en la sangre. Yo me equipé con el neopreno corto, reloj, pesos, chaleco, gafas, aletas, botella y…



Esa fue la guinda que cerró nuestra aventura en Corón. Siempre recordaré este lugar como uno de los más sobrecogedores que he pisado, nadado, buceado y escalado.

Amaneció un nuevo día y un barco nos espera para llevarnos a El Nido. Cinco horas a una velocidad de pocos nudos y avistamos el muelle. Me daba cuenta que nunca puedes pensar que has visto el paraje más bello del mundo, siempre puede haber uno mejor. Botes y barcos de todos los tipos flotando sobre un mar cobalto, casitas de miles de vivos colores decoraban la línea de la costa y todo estaba asediado por una montaña vertical de más de cien metros, que nacía desde la orilla y daba sombra a todo el pueblo al atardecer.


Salimos a cenar a uno de los restaurantes que proponían un plan perfecto: comida fresca, calidad como el mejor restaurante Michelin y un entorno inmejorable a la luz de las antorchas. Morían las olas bajo mis pies, morían las horas de unos días inolvidables. Gracias a mi compañera de viaje, Sandra, que fue más valiente, menos dormilona y más aventurera que un servidor.

Cogimos una furgoneta a las cuatro de la madrugada siguiente para que nos llevaba a Puerto Princesa, sabiendo que era el principio del final de este bocado al paraíso. Casi seis horas de trayecto con un conductor con mucha prisa que conducía al tiempo que chateaba con el móvil. Había que confiar en él y cerrar los ojos, aún quedaba tiempo para una cabecadita con el cuello bailando al compás de las curvas. Vuelo directo a Manila y de ahí, a Madrid. Gracias Filipinas por regalarnos unos días que se quedarán grabados a fuego dentro de nosotros, para siempre.